Era irrevocable. Se le había prohibido pensar en aquellos momentos que en pos de un nuevo amanecer sólo fueron el comienzo de tropiezos inesperados que nunca pudieron ser detallados con la madurez de un adulto predilecto. No sólo se le prohibió pensarla, también se le quitó su maquina de escribir, algunas hojas sueltas curtidas por el tiempo y la humedad de un cuarto que olía a viejo, donde además se encerraba todas las noches a escribir hasta las cuatro de la madrugada. Le quitaron todo: los cuentos que había hecho para ella, sus tres resma de papel que aún le quedaban y una pluma de escribir con tinta china con la que acostumbraba a plasmar versos sobre el óleo seco y duro justo cuando se agotaban aquellas hojas deplorables…
Entraba en crisis y colapsaba su mal genio cuando se le agotaba la tinta que usaba para redactar sus versos y cuentos. No había remedio ni razón alguna que lo hiciera descansar en las madrugadas cuando se sentaba a escribir en aquellas hojas archivadas que en últimas serían enviadas a esa persona que nunca más volvió a ver. No tuvo ni siquiera la excusa suficiente para dejar de escribir lo que sentía porque no pudo mentirse así mismo, ni fue capaz de entender su obsesión por redactar vivencias del pasado que aún así debió callar. Terco como él solo no tuvo otra cosa distinta que escribir con su máquina y a veces a mano alzada los recuerdos de Verónica Cassini.
“Todo aparentaba ser tan claro y normal hasta el día que empezó a sospechar de la mujer con la que llevaba compartiendo más de tres años de vida casi que matrimonial. Sospechaba de sus salidas repentinas de las cuales él no se explicaba por qué lo hacía; además era inevitable que ella no le avisara ese tipo de cosas ya que en los años de relación que tenían nunca le ocultó nada. Así que Román Santa María no tuvo más opción que hacer el papel de detective ingenioso para tratar de disimular su apariencia de marido celoso desguarnecido”. Así eran los manuscritos de Melquisedé, nunca dejó de mencionarse en ellos, apodándose siempre como Román Santa María.
“Lo primero que hizo fue comportarse como si no estuviese pasando nada así se estuviera hincando de celos. No podía generar ni la más mínima sospecha si en realidad quería ejecutar su plan de investigador compulsivo. Pues no había otra opción; o era seguir sus pasos hasta llegar al punto de afirmar una simple sospecha, o era avergonzarse de su propia desconfianza y ridiculez. Pero no le importaba, él quería seguir a fondo. Ya se había puesto en la tarea de hacerlo y ahora no quería dar su brazo a torcer; no solo por una tozudez que lo estremecía sino, porque ella lo había traicionado en dos ocasiones de la forma más ingenua e hiriente con la que se puede subyugar a un hombre: había sido infiel como él lo hizo en varias ocasiones bajo el pensamiento crédulo de tener todo en sus manos calculadamente”. La ira de Melquisedé era evidente. Se había desahogado en su último manuscrito de una amor adyacente y tormentoso. Así que no pudo describir de otra forma distinta lo que sentía por Verónica Cassini. Recurrió a su mejor método para hacer catarsis: la escritura.
“Ella sí era más sutil y tan precavida como el centinela que presta guardia en el mismísimo corazón de la selva: No descuidó ni un minuto cada uno de sus pasos para no dejar sospechas y así poder ser la mujer más servicial con sus amantes en medio de la clandestinidad más ingrata que no quería dejar por simple placer. Así que mandaba al carajo aquella relación que sostenía con un ‘pinche’ escritor, cada vez que estaba con alguno de sus amantes repentinos. Sacaba de su mente a ese ‘vagabundo’ llamado Román Santa María; tan fugaz que utilizaba la mentira para quitárselo de encima” Melquisedé se burlaba hasta de sí mismo en sus propios textos siempre. Escribía tantas cosas que ni él mismo las comprendía (…)
“¡Pobre Román! decía Verónica envuelta entre una toalla y mirándose en el espejo del baño de su habitación. Confundida pero siempre afirmando el deseo de querer alejarse por completo. Se reía con una malicia incomparable creyendo tener todo bajo control y en el secreto más absoluto. Pero no se había dado cuenta que Román ya estaba sospechando algunas cosas en su comportamiento y además porque ya la había seguido sin que ella lo hubiese notado. Pero siguió creyendo en sus instintos de mujer astuta y disimulando sus nervios para ejecutar su plan en el día exacto y a la hora perfecta. ¡Pobre de Román! Volvió a repetirlo pero esta vez con una sonrisa intrépida y llena de traición. ¡Le va a dar muy duro el día en que me marche! pero quién le manda ser tan pendejo, además ya es hora que se consiga otra porque ya no seré la boba de siempre.
Verónica creyó quererlo, pero se había cansado de sus guachadas. Se encontraba exhausta de aguantar sus perradas de cada ocho días cuando se emborrachaba.
Le soportó muchas veces coquetear en las fiestas de sus amigos del barrio con todas esas ‘estúpidas ’ –como ella les decía–. No mas era que Román se tomara unos tragos para echarle los perros a la primera vanidosa que se dejara convencer. Un día lo vio bailando en una de sus borracheras con una mujer que le susurraba al oído; éste como de costumbre y en su alborotada calentura tanteó con su mano derecha hasta el final de la entrepierna de aquella mujer que gritaba emocionada. Verónica después de ver esa imagen estalló de la ira y se marchó a calmar su llanto desgarrador bajo un árbol viejo y seco que había a pocas cuadras. Estando en ese lugar Verónica tomó la decisión de marcharse para siempre de la vida de Román dejar a un lado los insultos de un borracho que se creía escritor.” Melquisedé a ratos escribía sin pudor y contaba lo que hacía sin impórtale nada, al fin y al cabo lo único que pretendía era desahogarse sin tapujos ni mentiras para concluir los finales de sus historias.
“Ya no sabían ni qué hacer el uno con el otro. Era tanta la mentira de parte y parte que ya ni en los actos creían. Sin embargo el amor permanecía y en momentos alcanzaba a remediar algunas discordias matutinas, pero nunca alcanzó para solucionar la desconfianza que se había generado alrededor de toda esa infidelidad que construyeron a base de engaños y mentiras. Entonces se dieron cuenta del mal que habían hecho cuando ya no había ni la más minima cosa que pudiera solucionar un error tan grabe como era la traición en repetidas ocasiones. Ni Román pudo recuperar la confianza de Verónica, ni ella volvió a confiar en él. Así que Verónica decidió marcharse como una vez lo planeo con alguno de sus amantes repentinos para no volver jamás. Román no tuvo otra cosa que plasmar sobre el papel un oleaje de sentimientos que lo trasnochaban en las semanas en que escribía sin parar. Arrepentido dejó de comer y sólo tomaba agua de una botella que había estado en ese cuarto viejo por años. Se dedicó a escribir guardando la esperanza de volverla a ver mientras que Verónica disfrutaba en el silencio cada vez que hacía el amor con alguien diferente y pensaba: –Que pesar del ingenuo del Román si aún piensa que volveré, ¡pobre! pero bueno, que sufra por cabrón–.”
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